"Cuando el desencanto se ha convertido en artículo de consumo masivo y universal. Nosotros seguimos creyendo en los asombrosos poderes del abrazo humano" Eduardo Galeano.

viernes, 9 de mayo de 2008

Para refrescar la memoria.

La Sra. Presidenta habló en Jujuy, “Tengo aguante, pero no de ahora, sino desde hace muchísimo tiempo. Y les puedo asegurar que no voy a defeccionar en esta lucha, que no es mía sino de todos los argentinos” Mientras la oía me pregunte si la nutrida concurrencia conocía el significado de la palabra Defeccionar. Yo debo confesarles que descubrí la palabra defección por una vieja Claringrilla, en la Definición leí : “Abandono de una causa con deslealtad, nueve casilleros", (sí alguna vez han hecho o hacen claringillas, saben de que hablo) las sílabas que me quedaban De/fec/ción , el diccionario me lo confirmó. Defeccionar. Etimología del francés defectionner,desertar. Verbo Intrnasitivo. Se conjuga como amar. ¡Gracias a las Claringrillas acrecenté mi pobre vocabulario! Gracias a la Sra. Presidenta estoy releyendo mucho últimamente, para refrescar la memoria.

Trajinando caminos abajeños, con raros soles y desconocidas lluvias, viene llegando al Plata la caravana india.
Todos, y cada uno, alientan la suprema esperanza: ¡Sentir suya la tierra en que nacieron! ¡Mirar en paz, con ojos amigos y corazón sereno, las piedras milenarias y las arenas altas que guardan las huacas donde duermen los abuelos, donde vagan libremente los escasos rebaños de vicuñas y guanacos, donde florece el cebadal azul, donde se mece tímida la esbelta quinua, donde el pajonal hace nacer un canto, donde a veces la piedra deja un lugar para la buena siembra!
Más que una conciencia de Patria, el indio tiene un instinto de Tierra. La magia de los libros y la historia general de la nación, no llegó a penetrar en el pueblo andino. Las corrientes literarias, la información variada, la instrucción sistematizada, se extiende a lo largo del cajón de Humahuaca, siempre pegada a la cinta atrevida del ferrocarril. Allí sí que han de ser enterados, más o menos de las cosas del mundo. Pero para el hombre de arriba, para el proletario de los altos valles, para el runa señor de las cumbres, no existe otra magia que la voz de los vientos, que el nubarrón indeciso, que el remolino inútil, que el río sorprendente y caprichoso, la noche larga y la vida gris..
Alguna vez se unieron rebelados, el arriero, el labrador y el siete oficios. Cuando alguien del sur compró tierras en el Cerro Moreno, los kollas de Pumamarca supieron como apretaban los arriendos y los impuestos. Bajaron hasta el Volcán, airados en un desordenado malón de ponchos raídos y verdades sin amparo. Hubo prisioneros, discusiones, rebencazos, pleitos con abogados románticos. Los líricos indigenistas hablaron de leyes nuevas y de reivindicaciones, y de flautas de caña y de danzas nativas, y de colores, melenas y ushutas. Pero los purmamarqueños del Cerro Moreno tuvieron que volverse a sus cumbres, arrimarse a las piedras y aguantar el arriendo, y sufrir los embargos.
Y tuvieron que dejar sus predios indios, y bajar al cañaveral para juntar la platita que cada año debían entregar. Tal vez en esos días, desde cualquier esquina del altiplano la sombra augusta de Tomas Catári, les habrá dicho “¡Yo me fui desde Potosí a Buenos Aires, a pie en cuatro meses, a pedirle al virrey Vértiz un documento que ordenara la libertad de los indios del Alto Perú, en 1780! ¡Yo llegué a la gran aldea del Sur, hablando solamente el aimará y el quechua. Me dieron el documento; volví al altiplano, y allí me metieron a la cárcel, rompieron los papeles, y al tiempo destrozaron mi cuerpo en los pedregales!...”
Runa Allpacamaska… “El hombre es tierra que anda”
Los cobrizos mozos de Coranzulí, desde la puerta de Tolar Grande y las Salinas de Atacama, levantaron una vez el grito solitario. La voz se lleno de plomo, y el gran corazón del Ande mancho de sangre las azufreras y los medanales de Susques, ¡Lloró la tierra alta, desde Polvorilla a Casavindo, y un gran silencio se extendió por la Puna!
Tal vez en esos días desde la meseta del Chani Grande la voz de Pilltipico les habrá dicho: ¡Yo organice a los ocloyas, homahuacas y kollas para resistir el yugo español, respondiendo al reclamo de José Gabriel Condorkanqui, aquel Tupac Amarú tan nuestro como el aire! ¡Me aplaudieron al principio, y me persiguieron después, y un día me fusilaron en Simoca, un olvidado rincón del Tucumán!...”
El Hombre es tierra que anda…
Los ríos de Jujuy riegan las tierras de los hombres ricos. El Huasamayo, el Zapla; el Labayén, el Chisjra, el Río Grande…
Nada sabe la tierra india de este viaje rumoroso y feliz de los rios. Al nacer, la vertiente se lava los ojos con una nieve blanca, y los pastorcitos y las imillas aprenden allí la primera ronda, y el chango leñero sabe cómo es de buena la vida que ofrece un lloro de agua de trecho en trecho.
Pero es agüita, nomás…” Cuando de brinco en brinco, la corriente encuentra un cauce seguro y se lanza, más lenta, más densa, más “ella”, entonces le llaman río. Y es entonces cuando el agua ya no sabe nada de la tierra india ni del hombre arribeño. A medida que el agua se va ganando leguas de tierra abajeña, se va olvidando de los pobres. El río tiene a veces, la misma mala memoria que los gobiernos.
El hombre es tierra que anda…
Ahora viene la caravana india, trajinando caminos.
No todos son kollas. Los hay de Ledesma, mestizos, criollos de cepa hispana, matacos, tobas algunos, otros de raíz calchaquí.
Los kollas vienen a pie. El indio puneño, es el gran infante de América. La ushuta es calzado heroico, por que además de soportar al hombre, soporta también al gran silencio del hombre.
Ciento cincuenta nativos caminan estas sendas abajeñas hacia la ciudad endiablada, hacia el laberinto de callejas y avenidas. Ellos, que vienen de lejos y de muy alto, entraran en la ciudad de la urgencia, del ritmo rápido, en la ciudad donde todos hablan a la vez, y a gritos, en la ciudad donde muchísimos estudian, muchísimos trabajan, y muchísimos viven esperando… y esperando…
Es para ellos un mundo nuevo. Andarán por estas calles porteñas, con su mirar asombrado, aunque bien disimulado. Cada uno de ellos trae la atmósfera de su pago nativo. Veremos el poncho de tres colores, que usan los quebraderos, tierra de arenas policromas, claveles chiquitos y aromados de aire antiguo. Veremos el poncho rojo y azul de “los del ramal”, que usan los del lado de Ledesma, Papichuelo, Calilegua, Oran y Fraile Pintado. Veremos también el poncho pardo, sin flecos ni dibujos, que usan los kollas de la Puna desolada. Cada cual trae la atmósfera de su paisaje. Las cholas usarán las polleras superpuestas, sus sombreritos redondos, su chacuña azul, su bata blanca, sus zarcillos de plata india, su collar de huayruros, su andar de llama grácil.
Son proletarios del Ande secular.
Son brazos de la zafra, presas del paludismo. Son hombres que aman la montaña y la altipampa, y no quieren dejarla. Son hombres que quieren tierra ancha y suya para sembrarla, regarla, hacerla provechosa para la familia y para la Nación. Son hombres que viene de lejos y de muy arriba, para pedir un pedazo de suelo argentino, un tractor, una bolsa de semillas, una verdad criolla y un sentido primordial: El vivir como trabajadores del campo argentino, y no como siete oficios, como una cosa sin sensibilidad y sin destino.
Esta marcha tiene también una deserción dolorosa: el indio Romero. Tenía 60 años y muchos achaques. Era peón de surco, peón de quebrachales, limpiador de acequias, engrasador de carros. Era… Siete oficios!
Lo apretó el invierno de la tierra abajeña, allá, cerca de Frías, en el camino…
Lo velaron en una aldea santiagueña, como se vela a un indio: golpeando una caja, diciendo una copla, rezando en criollo-quichuista un mensaje a cualquier Santo. Y también pensando mucho, y sintiendo bien adentro, como duele el camino cuando la sombra muerde los colores del poncho y la esperanza del alma.
Allá en el camposanto de Frías, ha quedado una cruz de algarrobo, sobre el sueño del indio Romero. Tal vez los icanchos y los chalchaleros, tal vez la dulce torcaza y las reinamoras le traerán a la hora de la siesta las cosas eternas del aire provinciano, en esa trova liviana y agreste que puebla la selva.
¡Mi corazón te piensa con sabor de vidala, paisano de mi tierra! El hombre, es tierra que anda…¡Runa, allpacamaska!
Te lo advertí, Hermano Kolla.
¿Recuerdas que te hablé de Condorkanqui, de Catári y Pilltipico?. Ellos también como tu, se echaron el sol al hombro y caminaron sendas del Ande hasta las pampas abiertas, con esa ilusión que la vida prende en los seres humildes, que creen que aquellos que viven bien, piensan y sienten bien.
Te vi pasar por los caminos del Tucumán. Saludé tu esfuerzo con mi mejor alarido. Nuestros ponchos conversaron sobre cosas comunes. El mío rojo y azul, dijo las cosas del sueño alto y de la copla libre. El tuyo castaño y pardo como tu vida y como tu tierra, dijo las cosas que el rigor aconseja al corazón que sabe esperar siglos la aurora que libera de las sombras.
Cuando llegaste a la gran ciudad, también yo te espere en Buenos Aires.
Yo no fui con un verso y un discurso, ni monte ajeno potro para lucir el barato gauchismo del hombre que se enhorqueta en Ciudadela para apearse en Plaza de Mayo.
Yo soy del camino largo. Soy jinete de bruto zaino que sabe andar cuarenta días para ver un alba o un ocaso andino.
Te vi entrar por la calle ancha, Hermano Kolla, cansado y aturdido de aplausos y homenajes. Niños como palomas custodiaron la acera de tu mañana sin niebla.
Obreros y ciudadanos agitaron sus manos para llamarte amigo. Mujeres de la feria mañanera se quedaban prendadas de los tientos heroicos de tu apero. Los entendidos discurrían sobre bozales, sobre guardamontes, sobre pellones y caronas diversas. Entre autos y tranvías detenidos en fila interminable, pasaron tus borricos, tus mulas. Pasaron los hombres del caminar eterno. Palmeando el anca de las bestias, saludando a las cholas, trepando en los carros, yo te saludé con una alegría de chango travieso. Mire tu sombrero apretado “a lo chaqueño”, con el ala hacia arriba, luciendo un retrato que nada tenía que ver con tu paisaje ni con tu misión. Tú no venías a pedirle nada a un hombre. Tú venias a pedirle a la Nación
A exigirle, ante los ojos de todo el pueblo, la tierra que tus manos reclamaban, la siembra de todo lo que lleva la vida hacia delante. Tu anhelo no nació en Bertoasco, como tampoco moriría bajo el antojo de Von Kemmer. Tu anhelo tiene más años que el algarrobo, y es más grande que tu pena y que tu espera, Hermano Kolla.
Cuando coparon tu esfuerzo y otros hicieron de tu heroico raid “su triunfo”, yo te lo advertí, paisano de mi tierra. Supe junto con tu llegada, el carácter de todo eso. Tú, hombre del Ande y de la Puna; tú, muchacho de los potrero de Orán y de los lotes cañeros de Ledesma; tú, vagabundo pastor de Cochinoca y Casabindo, fuiste sin quererlo, el partiquino inconsciente de una comedia nativista.
Aquí te abrazaron señores y lacayos vestidos de señores. Aquí te mostraron la zamba del pago luminoso, la vidala otoñal, la copla eterna, y se lucieron llamándote su hermano todos los aficionados al turismo tradicionalista del arte y de la vida. Todas las voces del arte barato, del provincianismo comercializado, te llamaron a sus centros.
¡Hasta jugaste fútbol! Te vi en los noticiarios de cine. Miraba tu figura, y casi no te reconocía.
Solo al caminar descubrías el paso que la tierra imprime al hombre. Estabas contento, pero esa alegría no era la de allá. No era la campechanía del saludo y la sonrisa bajo la sombra de la carpa grande del Carnaval quebradero. No eran los ojos chicos, de mirada firme, en la que siempre brilla el alma libre y la esperanza grande. Tu poncho añoraba vientos, y era blando tu gesto, tan lejos de las piedras.
Hasta que al fin supiste cómo duele el engaño.
Tú, indio del Ande, mestizo de la Puna, huésped de Buenos Aires fuiste echado a patadas. Roto quedó tu erkencho, destrozado tu bombo. Con las hilachas de tu pobre poncho enjugaste tu llanto, que es el mío, y el de todos los que arrimamos nuestro corazón para mantener la justicia de tu voz!
Ahora marchas caminos de regreso, que son para tu pueblo caminos de derrota. Allá conversarás, superada tu angustia, con tono más altivo. ¡Supay huaranka huachaseka! Y pensarás en todos los abrazos de la ruta. La montaña te mostrará la flor primera de estos tiempos de soles buenos, y el viento te hablará con la voz de los abuelos. La sombra de los algarrobos cantará para ti la ronda lunada de los coyuyos que anuncian el verano. Allá en las lomas la senda enviará en los remolinos sus mensajes al lucero cumbreño. Y tu flauta sonará como siempre, como toda la vida el yaraví de la sombra que comienza en la tierra y se extiende sobre el corazón de los hombres que viven lejos, pobres y silenciosos.
Aquí, ningún centro tradicionalista levantó su protesta. Ningún gaucho de los que se lucieron a tu lado, desde Ciudadela a Plaza de Mayo montó su potro ajeno para decirte:
“¡Venga a mi casa amigo!” Dentro de poco, serás el tema pálido de algo de lo mucho que ocurre en el tiempo.
¡Pero yo no duermo, Hermano Kolla! Mi alma es un mangrullo sobre el que pasa eternamente vigilando, el anhelo más grande de mi vida.
Aunque todas las voces callen, ahogadas, compradas, envilecidas o aburridas, mi voz, la de mi oscuro canto, la de mi copla libre, de esta guitarra mía que sabe de caminos y de angustias, será siempre tu voz, la de tu cerro, la de la Puna abierta y desolada, la de la selva brava. Sobre mi tierra alta viven hombres sin campos, de mirada firme, pero de tristes cantos, de paisajes hermosos, pero de hambres infinitas, a los que la vida arrincona para que sus sueños se deshilachen a la par de los ponchos.
¡Para comprar tu alegría con moneda justa, para que brote la dicha sobre la tierra parda, para borrar las lágrimas del llanto, esta mi corazón, Hermano Kolla…!

Escrito en 1946 Publicado en Tierra que Anda. Editorial Anteo. Buenos Aires, 1948 Por quien jamás defeccionó Don Atahualpa Yupanqui 1908-1992. -