Reynaldo Sietecase
“Producción contra el orden regular de la naturaleza”. Ésa es la primera definición de la palabra “monstruo”, según el diccionario de la Real Academia Española. El término viene del latín (mostrum) y el diccionario remite de inmediato a un “ser fantástico que causa espanto”. Después vienen otras definiciones que remiten a los seres humanos: “persona o cosa muy fea” y “persona muy cruel y perversa”. En los últimos días “monstruo” fue la palabra elegida para calificar al pibe de 14 años que mató a Daniel Capristo. Asignarle características monstruosas a los pibes que roban y matan es una manera de desentenderse del problema, obviar las causas que originan el espanto. Por otro lado, es el mejor atajo para exigir castigos más duros. La lógica es implacable: ¿Qué se puede hacer con un monstruo? Sólo hay que animarse a entrar al laberinto y matarlo.
Esta semana tuve la oportunidad de hablar con media docena de chicos detenidos en un instituto de la provincia de Buenos Aires. La mayoría carga, por lo menos, con un homicidio. Algunos de los que lean esta nota dirán: no son chicos, son monstruos. Y ahora que todos discuten qué hacer con ellos –en el peor momento: en medio de una campaña electoral y después de un crimen brutal– es una buena ocasión para contar cómo son esos monstruos.
Todos provienen de familias quebradas. Padres separados, ausentes del hogar, muertos o detenidos. Dos de ellos ni siquiera llegaron a conocer a sus progenitores. En algunos casos tienen tíos, hermanos o primos que son adictos y están volcados al delito. Todos dejaron la escuela de muy chicos. Empezaron a vivir en la calle, se sumaron a grupos o banditas. Al principio, algún familiar intentó rescatarlos, hasta los forzaron a volver, pero ellos “no le daban cabida”. A lo sumo, regresaban por unos días y nada más.
No habían terminado el colegio primario y ya tenían una pistola en las manos. En eso también coinciden: es muy sencillo hacerse de un arma en la villa. Y con un arma “no le tenés miedo a nada”. Como hace años que están detenidos no conocieron el boom del paco, pero consumieron pastillas, porros y cocaína. Otras formas de la evasión y la locura.
Unos dicen que robaban para vivir o para ayudar a sus familias. Otros para tener plata o porque les gustaba. En principio no querían matar, se ponen serios cuando hablan “del hecho” que los llevó a prisión, pero la mayoría asegura que no dudó en disparar cuando se sintió en peligro. “Si el señor de Lanús lo mataba al pibe, nadie se iba a preocupar”, se quejó uno de ellos. El más monstruo de todos, me dirán. También dispararon sin mirar y recibieron balazos. A uno le falta un pulmón y otro tiene dos tiros en las piernas.
Tienen muchos tatuajes. La mayoría tiene escrita en la piel la palabra “Mamá”. En los brazos, la espalda, el pecho y hasta en las piernas. Uno, incluso, lleva el “Madre” y “Papi” en la espalda. Es como si “la vieja”, a la que no escucharon cuando salían a robar, fuese la única referencia real de un mundo que pudo haber sido distinto. Entre los otros diseños que portan en el cuerpo, el más popular es San La Muerte quien, según cuentan, desvía las balas de manera milagrosa. Odian a la policía. En general no se arrepienten de sus historias de sangre. Sólo uno dijo “me arrepiento hasta de los tatuajes”. Sí, lamentan haber dejado la escuela. Entienden perfectamente que allí había una puerta abierta que ellos mismos cerraron de un portazo.
Los monstruos creen que en sus barrios de infancia, donde la pobreza manda, es difícil sacarle el cuerpo a la violencia y a la desgracia. Dicen que si pudiesen salir del instituto deberían mudarse. En el mismo escenario repetirían las escenas que los llevaron al encierro. Saben que encontrar un trabajo les será muy difícil, pero aseguran que tienen que poder.
La mayoría está de novio o en pareja. Son unos pendejos pero ya tienen hijos. No quieren “desaparecer” de sus vidas como hicieron sus padres con ellos. Es del único sitio que no quieren huir. Esperan que sus hijos nunca los imiten. “Que sean legales, que vayan a la escuela, que estén con la mamá”. Eso dicen.
Saben lo que discute la sociedad. Saben de la bronca que hay por las muertes innecesarias que provocan otros chicos como ellos. Pero están en contra de que se baje la edad de imputabilidad y tampoco acuerdan con el régimen penal para menores. “No hay que encerrar a un pibe de 14 años porque saldrá peor. Además, esto se va a llenar de pibitos”, afirman.
Contra lo que pensaba antes de ir a verlos, hablan sin parar. Pero, ¿a quién le importa lo que piensa un monstruo?
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