"Cuando el desencanto se ha convertido en artículo de consumo masivo y universal. Nosotros seguimos creyendo en los asombrosos poderes del abrazo humano" Eduardo Galeano.

martes, 14 de julio de 2009

ABUELA CONTAME UN CUENTO



Por Mempo Giardinelli

El chiquito tenía un incendio en la mirada. Había en sus ojos una rabia madura que delataba una sombra atroz en su breve historia.
Me acerqué a él contraviniendo nuestra consigna: no dejarnos vencer por nuestra propia sensibilidad.
Desde que empezamos el “Programa de Abuelas Cuentacuentos”, insisto en que nuestra función es la de simples proveedores de algo que allí falta, y coyunturales, además. Somos gente que está supliendo lo que el Estado, hoy, no hace o no puede hacer para todos.
–¿Y vos quién sos? –le pregunté serio.–Pilín, nomás – y viéndole los pelos se entendía el nombre: duros y parados, tiesos de tanta mugre.
Estábamos en un comedor, en Resistencia, uno de los tantos asentamientos periféricos en los que vive (es un decir, porque vivir no es el verbo apropiado) el 60% de los casi 400.000 habitantes de Resistencia. Allí, todas las tardes, 200 chicos del barrio se acercan a merendar.
–¿Ya tomaste la leche, vos?–Sí.–Entonces andá nomás. Pero él no se movió. Miraba todo, alrededor, con ojos de adulto. Los miraba como los yacarés: de lejos y con fijeza, inescrutables.
Me miró desde abajo y me habló como un grande:
–Estoy esperando a la Abuela Luisa.
–¿Y por qué la Abuela Luisa y no otra?
–Me gusta, nomás. Pilín espera a la Abuela Luisa todos los viernes, me ha dicho Olga, una de las mamás cocineras. A ella le pregunté si es porque no tiene abuela en su casa.
No, no tiene. Apenas tiene los restos de una familia: padre desocupado y drogadicto con varias entradas en la policía; madre sirvienta que labura todo el día en una casa del centro y vuelve, molida, de noche; cinco hermanos, dos discapacitados.
Hay días en que todo el alimento de Pilín es esa copa de leche. Viene con un tarrito y se lleva un par de tazas para los hermanos. Todos se hacinan en una pieza de chapas y maderas, cerca de los basurales de la ciudad.
Nosotros sabemos que aquí los papás no existen. En el comedor, al menos. No vienen, pero miran, desde las casas, desde las esquinas. O espían mientras juegan al fútbol en la canchita. Son las madres las que trabajan rumiando contra esos hombres embrutecidos por la desocupación y el resentimiento que las vigilan desde lejos.
En ese momento llega el remis que trae a un par de abuelas. Una de ellas es Luisa, especialista en leer cuentos de Graciela Cabal.
–¿Y por qué te gusta la Abuela Luisa, Pilín? El chico calla y se rasca las nalgas con la mano bajo el pantaloncito raído.
No sonríe, yo creo que ni sabe lo que es sonreír.
–Porque me deja pensando –dice.
–¿Y qué pensás, si ella no te trae nada?
Los dos sabemos que esa nada no es tal. El programa provee lecturas, ese otro alimento maravilloso. Pero él no sabría expresarlo.
–No sé –dice Pilín–. Cosas. Y entonces me mira como diciendo sí me da, me lee cuentos, siempre uno distinto y después me quedo toda la semana pensando.
Pero no lo dice. Simplemente se dirige al grupo que ya rodea a la Abuela Luisa y se sienta a sus pies, sobre la tierra dura, justo cuando ella empieza a leer.
Cuando después de un rato nos vamos en la camioneta, dando tumbos entre los pozos que dejó la última lluvia. Y cuando cada abuela es devuelta a la puerta de su casa, y me dirijo a la mía, me quedo pensando.
Yo también.
En muchas cosas.


El Programa de la Fundación Mempo Giardinelli incluye a más de 200 voluntarias lectoras en 25 ciudades de la Argentina que recorren casi mil escuelas, comedores, asilos y orfanatos asistiendo a los mismos niños cada semana a través de varios años.
Ha sido transferido a varias ciudades de otros países como Inglaterra, México, Colombia, Bogotá, Perú, Estados Unidos, Guatemala, Venezuela y Ecuador.